En el ámbito del trabajo social y humanitario, hay un tema que, aunque muchas veces se conversa, sigue siendo un secreto a voces: el impacto negativo que estos contextos pueden tener en nuestra salud mental. Es sabido entre quienes trabajamos en esto que enfrentarse a situaciones de emergencia y crisis sociales puede afectar significativamente nuestra salud mental y física.
Diversos estudios respaldan esta afirmación. Por ejemplo, una investigación publicada en el British Journal of Social Work encontró que una proporción significativa de trabajadores sociales reportaron problemas de ansiedad, depresión y bienestar mental. Este estudio subraya que el estrés percibido es un factor de riesgo universal para la ansiedad y la depresión en estos profesionales.
Otro estudio del Journal of Humanitarian Action menciona que la cultura de «resiliencia» en el trabajo humanitario a menudo se asocia con una actitud estoica y autosuficiente, a menudo denominada «vaqueros de la ayuda». Esta construcción de la resiliencia, vinculada al «machoísmo» del trabajo humanitario, puede llevar a la negación o minimización de la necesidad de apoyo psicológico.
Asimismo, un estudio de ACNUR en 2016 destacó que el personal, debido a su contacto directo con personas en situaciones extremas, corre el riesgo de experimentar estrés traumático secundario.
Como alguien que ha trabajado en proyectos sociales, puedo afirmar que el impacto es real. Las exigencias y las situaciones a las que nos enfrentamos pueden debilitarnos tanto mental como físicamente. Es natural sentir tristeza y rabia ante situaciones que no podemos cambiar.
Ante esta realidad, es vital reconocer que no estamos solos.
Estos estudios también subrayan la importancia de contar con el apoyo de compañeros, familiares y amigos. Aquí hay algunas recomendaciones prácticas (las he tomado en gran parte del libro Ikigai) para gestionar mejor nuestra salud mental en estos contextos (los cuales también aplicaré para mi):
- Mantener espacios con amigos y familia: Estas relaciones pueden brindar un apoyo emocional crucial.
- Seguir una dieta balanceada: Aunque es normal comer de más en situaciones de estrés, tratar de mantener una alimentación equilibrada puede ayudarnos a sentirnos mejor físicamente (soy culpable de comerme una bolsa de Doritos sola por ansiedad).
- Dormir al menos 7 horas diarias: Además, es recomendable evitar el uso del teléfono al menos una hora antes de dormir.
- Diferenciar entre lo personal y lo profesional: Solicitar un teléfono corporativo o comprar una línea adicional puede ayudarnos a no mezclar ambos ámbitos.
- Respetar los horarios propios y de los demás: Es vital para mantener un equilibrio.
- Incluir ejercicio en la rutina diaria: Al menos 30 minutos al día pueden hacer una gran diferencia en nuestro bienestar. En mi caso, incluyo rutinas de baile con canciones que me gustan muchísimo.
- Buscar ayuda profesional si es necesario: Si la situación se vuelve insostenible, acudir a un psicólogo es una opción válida y necesaria. Esta ha sido mi prioridad en los últimos años.
- Aprender a decir que no y también recibirlo: Establecer límites claros es esencial para evitar el agotamiento.
- No esperar la perfección de sí mismos: No podemos estar al 100% todos los días; es natural tener días en los que solo damos el 20% o 30%.
- Practicar el agradecimiento: Fomentar una actitud de gratitud puede mejorar nuestro bienestar emocional y ayudarnos a mantener una perspectiva positiva.
Gestionar nuestra salud mental en contextos de emergencia y crisis es un desafío, pero con el apoyo adecuado y tomando medidas concretas, podemos sobrellevarlo mejor.
No necesariamente hay que desconectarnos de la causa por la que luchamos o el trabajo que hacemos, sino buscar la manera en la que nos mantengamos activos sin que se siga deteriorando nuestra salud mental.
Recordemos que, ante la dificultad, no estamos solos, seamos esa mano que ayuda al otro, o levantemos la mano cuando necesitemos ayuda.
Yo hoy me comprometo a buscar implementar al menos una de estas estrategias en mi día a día, ¿y tú?